La crucifixión
Cicerón calificó la muerte en la cruz como «la pena capital más cruel y repulsiva» que conocía. Algo tan horrible que no hay palabras para expresarlo. Cicerón no quería que los niños se enfrentaran a lo que el historiador judío Josefo Flavio (37-100) llamó «la muerte más miserable de todas».
De los tres castigos más duros conocidos por los romanos, la crucifixión encabezaba la lista. Era la forma de morir más espantosa. El ajusticiado era expuesto desnudo en un lugar muy visible. La humillación se agravaba al negar a la víctima el entierro. Su cuerpo servía de presa para aves y animales salvajes.

A la sombra de la cruz
Para los romanos, la adoración de una persona crucificada estaba más allá de su comprensión. Los héroes crucificaban a otros. Ellos mismos no eran martirizados ni humillados. Para los judíos, por el contrario, la cruz era un símbolo de la dominación romana. Una advertencia escalofriante para cualquiera que osara oponerse a ella.

Los primeros cristianos, por tanto, no pensaron en utilizar la cruz como símbolo de su fe en Jesucristo. En los territorios ocupados por los romanos, la cruz sólo suscitaba sentimientos repulsivos. Era el instrumento del peor de los castigos. Cuando el emperador Constantino el Grande hizo del cristianismo la religión del Estado en el año 313 d.C., abolió la muerte en la cruz por respeto a Jesús. Poco a poco, la cruz pasó de ser un símbolo de muerte a ser el símbolo del triunfo definitivo de Cristo.
La muerte y resurrección de Jesús dieron un giro total a la historia del mundo. Nos dan un mensaje de redención y esperanza.

El camino hacia la cruz
La Vía Dolorosa: A Jesús se le ordenó cargar con su cruz. Era de madera de ciprés y debía pesar de treinta a cincuenta kilos. Le extendieron los brazos y se los ataron al travesaño. Junto con Jesús, llevaron a dos criminales al lugar del suplicio. Como carpintero, Jesús estaba acostumbrado a cargar con pesados maderos sobre el hombro, pero esta vez no lo consiguió. El camino del Pretorio al Gólgota, que luego recibiría el nombre de Vía Dolorosa, tenía unos 600 metros de largo y podía recorrerse en 12 minutos andando lentamente.
Gólgota (el lugar de la calavera): Hacia las nueve de la mañana, la procesión llegó al Gólgota o Calvario: ‘el lugar de la calavera’. Los soldados, antes de clavarle los clavos, le ofrecieron a Jesús vino mezclado con hiel, como analgésico para aliviar el dolor de la crucifixión. Pero Él, al probarlo, «se negó a beberlo» (Mateo 27:34), rehusó ser anestesiado y prefirió soportar el sufrimiento completamente consciente. Jesús pudo rechazar la bebida anestésica porque un ángel se le había aparecido en el huerto de Getsemaní para darle fuerzas de forma sobrenatural para soportar el sufrimiento que se le avecinaba (Lucas 22:43).
La crucifixión: el cuerpo de Jesús era una masa sanguinolenta. Le habían desgarrado la espalda, le habían atravesado la cabeza con espinas afiladas, por lo que la sangre cubría su rostro, ya antes herido.
Sufrimiento increíble
Imagínate Jesús. Con la cabeza, espalda, manos y pies sangrando, muchos ya no podían mirar el cuerpo tan lacerado de Jesús y desviaban la mirada, giraban la cabeza. Su propia madre no le podía reconocer:
Muchos se asombraron de Él, pues tenía desfigurado el semblante; ¡nada de humano tenía su aspecto! Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, hecho para el sufrimiento. Todos evitaban mirarlo; fue despreciado, y no lo estimamos. Pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre Él recayó el castigo, precio de nuestra paz y gracias a sus heridas fuimos sanados.

Nacido para morir
No hay un poder más grande en todo el universo que el amor de Dios. Mira a Jesús y verás el amor de Dios por nosotros. No hay palabras que puedan describir este amor. Es por el amor indescriptible de Dios que Jesús cuelga de la cruz. Juan ― al lado de María, la madre de Jesús, a los pies de la cruz― escribió más tarde sobre este momento: «Dios mostró cuánto nos ama al enviar a su único Hijo al mundo, para que tengamos vida eterna por medio de Él. En esto consiste el amor verdadero: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros» (1 Juan 4, 9-10, NTV).
Hacia las tres de la tarde, hora en que cada día se sacrificaba un cordero en el templo judío, Jesús gritó con voz potente: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46 y Juan 19:30). Lo más probable es que ese día fuera el momento en que se tocó en el templo el cuerno del carnero sacerdotal para anunciar que el sumo sacerdote había completado el sacrificio por los pecados de Israel, lo había cumplido.
Todo está cumplido
La gran obra de redención, a través del sufrimiento, había llegado a su fin. Jesús lo pronunció con esta palabra: ‘¡Cumplido!’. Esta palabra en hebreo viene de la raíz kalal. La palabra hebrea para ‘novia’ (kalá) se deriva de la misma raíz. ¿Podría ser que, en su último aliento, Jesús estuviera pensando en la novia por la que pagó este precio? Ya estábamos en su corazón, ¿por qué no también en sus labios?

Dios eligió dejar de lado su poder
El gran milagro de la cruz es que Dios nos ama de un modo tan inimaginable que decidió no intervenir en el momento más crucial de la historia del mundo. Decidió no hacer uso de su omnipotencia. Sólo Dios, que tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, es capaz de renunciar a ese poder durante un tiempo determinado. Al no intervenir, demostró su insondable amor por nosotros. Porque sabía que esta era la única manera de liberar al mundo del yugo del pecado, la enfermedad y la muerte. Porque sabía que era la única manera de restablecer la relación con sus hijos en la tierra.
Pero, ¡qué precio había que pagar por ello!. Como dijo poéticamente una vez el rey David: «Grande es tu amor por mí: me has rescatado de los dominios de la muerte» (Salmo 86:13, NVI). El milagro de la cruz es el milagro del amor infinito e inagotable de Dios por nosotros.

El milagro de la reconciliación
El milagro de la cruz es el milagro de la expiación. El significado de la palabra hebrea para ‘expiación’ implica que el deudor le entrega algo a su acreedor en sustitución penal de la deuda, para poder saldarla. Jesús —el Hombre sin pecado— vino a la tierra para cargar con nuestros pecados (los cuales nos separan de Dios).
Al resolver por nosotros el problema del pecado, Jesús hizo posible que volviéramos a la presencia de Dios. A través de esta transferencia o intercambio, se logró la reconciliación. Dios aceptó la sangre de Jesús como contravalor de nuestras propias vidas, para purificarnos y salvarnos.
Que Jesús fuera hecho pecado (y muriera en nuestro lugar) fue el precio que hubo que pagar para redimirnos del pecado. Este intercambio tuvo lugar en la cruz. Esto no se hizo sin Dios, sino que fue dispuesto por Él y según su voluntad, así como lo describe Romanos 5:6-11