¡Jesús no fue asesinado!
Es importante saber que Jesús tuvo el control absoluto en las últimas dieciocho horas de su vida. Él no fue un mártir judío, que por desesperación se atrevió a ser crucificado. Tampoco es que Dios enviase a su Hijo a la muerte, sino que le preparó en todos los aspectos para esas últimas dieciocho horas. El evangelista Juan atestigua que Jesús sabía todo lo que iba a sucederle (Juan 18:4). Seis meses antes de su muerte, Dios envió a Moisés y Elías desde el cielo para preparar a Jesús para el final de su vida (Lucas 9:30-31). En el huerto de Getsemaní, Jesús le dijo a Pedro, algo que parece confuso:
«Todo esto ha ocurrido para que se cumplan las Escrituras de los profetas» (Mateo 26:56).

El Director del Gólgota
Los seguidores de Jesús estaban convencidos de que Dios mismo había escrito «el guión del Gólgota». Más tarde, después de la resurrección de Jesús, Pedro se lo indicó a los habitantes de Jerusalén. Sus palabras están plasmadas en la Biblia: «Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes con milagros, señales y prodigios, los cuales realizó Dios entre ustedes por medio de Él, como bien lo saben. Este fue entregado según el determinado propósito y el previo conocimiento de Dios; y por medio de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en la cruz» (Hechos 2:22-23, NVI). Dios no había dejado nada en manos de la casualidad. Se podría decir que cada escena había estado predeterminada por una orden real, establecida en un guión celestial. Dios inspiró según su voluntad cada acto de los judíos y cada acto de los romanos. El cruel gobernador romano, el corrupto sumo sacerdote Caifás y los soldados romanos fueron marionetas en las manos de Dios.


No podían capturar a Jesús
No mataron a mi Jesús.No es que Jesús perdiera el control y que fuera asesinado en un atentado, como muchos otros luchadores por la libertad. Jesús tenía todo el control. Él mismo fue muy claro al respecto cuando dijo públicamente una semana antes de su muerte: «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo el derecho de darla y de volver a recibirla. Esto es lo que me ordenó mi Padre» (Juan 10:17-18, DHH). No es Judas, sino el propio Jesús, como sumo sacerdote, quien lleva el cordero al altar. Esto es evidente en la escena cuando Judas se acerca a Jesús en plena noche con unos doscientos soldados bien provistos de armas, con antorchas y lámparas para arrestarle. Juan lo describe en Juan 18:4 (BLP): «Jesús, que sabía perfectamente todo lo que iba a sucederle». Se adelantó y les preguntó: «¿A quién buscáis?». Cuando Jesús hace una pregunta, no es porque no sepa la respuesta, sino porque quiere que descubramos algo que aún no sabemos. Los soldados responden: «A Jesús el Nazareno». Jesús responde con solo dos palabras: «¡YO SOY!». Lo que sucede a continuación demuestra que Jesús domina completamente la situación. Salió tal fuerza de esas palabras que la guardia judía del templo, los principales sacerdotes, los ancianos y sus siervos se echaron para atrás y cayeron a tierra. Se desata un caos total. ¡Qué despliegue de poder! Ni siquiera pueden capturar a Jesús. El poder sobrenatural que hace que los hombres caigan al suelo está en la respuesta que da Jesús: ego eimi (‘Yo soy’). Son las mismas palabras con las que Dios se reveló a Moisés en la zarza ardiente: «Yo soy el que soy». Igual que Moisés no pudo acercarse a la zarza ardiente, los soldados no pudieron acercarse a Jesús. Él es completamente dueño de la situación.

Una profecía importante
Una de las profecías más importantes sobre la muerte de Jesús se encuentra en el Salmo 34, donde se profetiza: «El Justo pasa por muchas aflicciones, pero el Señor lo libra de todas ellas. El Señor le cuida cada uno de sus huesos, y ni uno solo de ellos se le quebrará» (Salmo 34:20-21, RVC). ¿Por qué es tan importante esta profecía? ¿Qué importancia tiene que rompieran o no las piernas de Jesús? Permíteme que te lo explique: Al final de este sangriento día, los dirigentes judíos piden a Pilato que ponga fin a la crucifixión. A las seis comenzará el Gran Shabat de la Pascua y hay que retirar antes los cuerpos de los crucificados. Piden a Pilato que ponga fin a la crucifixión destrozando los huesos de las piernas de los condenados con una barra de hierro; el llamado crurifragium, literalmente ‘el rompepiernas’. Por lo general, las víctimas morían a los 15 minutos, pues ya no podían levantar el cuerpo para aliviar la tensión de los brazos, lo que les impedía respirar y se asfixiaban. Juan escribe: «Luego los soldados fueron y quebraron las piernas al primero, y después al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas» (Juan 19:32-33). ¿Por qué son tan importantes estos textos? Bueno, si los soldados le hubieran roto las piernas a Jesús, su muerte habría sido obra humana. El Salmo 34 nos dice que la muerte de Jesús fue obra únicamente de Dios. Ellos no mataron a Jesús. Él dio su vida voluntariamente por amor a nosotros.
«Él siempre había amado a los suyos que estaban en el mundo, y así los amó hasta el fin»
(Juan 13:1, DHH).
El milagro de la reconciliación
El milagro de la cruz es el milagro de la expiación. El significado de la palabra hebrea para ‘expiación’ implica que el deudor le entrega algo a su acreedor en sustitución penal de la deuda, para poder saldarla. Jesús —el Hombre sin pecado— vino a la tierra para cargar con nuestros pecados (los cuales nos separan de Dios).
Al resolver por nosotros el problema del pecado, Jesús hizo posible que volviéramos a la presencia de Dios. A través de esta transferencia o intercambio, se logró la reconciliación. Dios aceptó la sangre de Jesús como contravalor de nuestras propias vidas, para purificarnos y salvarnos.
Que Jesús fuera hecho pecado (y muriera en nuestro lugar) fue el precio que hubo que pagar para redimirnos del pecado. Este intercambio tuvo lugar en la cruz. Esto no se hizo sin Dios, sino que fue dispuesto por Él y según su voluntad, así como lo describe Romanos 5:6-11
