🫣 No esconderse de la presencia de Dios

La primera reacción de Adán y Eva después de pecar fue esconderse de la presencia de Dios. Sintieron vergüenza y pensaron que podían ocultarse del Creador que lo ve todo.
Lo mismo nos pasa a nosotros.
Cuando fallamos, lo primero que sentimos es esa necesidad de escondernos: no queremos orar, no queremos ir a la iglesia, no queremos exponernos a la luz de Dios.
Pero la historia de David nos muestra otro camino. Después de caer en un pecado grave, David no intentó huir ni cubrirlo con excusas. Al contrario, lo primero que hizo fue correr hacia Dios y clamar con todas sus fuerzas: “No me alejes de tu presencia ni me quites tu Santo Espíritu.” (Salmo 51:11, NVI)
¿Por qué oró así?
Porque David había sido testigo de lo que ocurre cuando la presencia de Dios se aparta de una persona. Él había visto al rey Saúl, el ungido del Señor, terminar en ruina y tormento después de su desobediencia. Saúl perdió la paz, vivía consumido por la envidia y los celos, y se convirtió en un hombre vacío y atormentado.
David sabía que lo peor que podía pasarle no era perder su trono, su fama o su reputación… sino perder la presencia de Dios. Por eso clamó desesperadamente: “No me alejes de tu presencia.”
Amigo/a, el verdadero arrepentimiento no busca reparar tu imagen, tu reputación ni “aparentar” que todo está bien. El verdadero arrepentimiento anhela restaurar la relación con Dios, volver a caminar en comunión con Él.
Amigo/a, haz hoy un alto y pregúntate: ¿Hay algo que me esté alejando de la presencia de Dios? ¿Estoy escondiéndome de Él? Si es así, haz lo que hizo David: corre a los brazos del Padre. Él quiere restaurarte.
Lo más grave del pecado no es lo que pierdes en la tierra, sino lo que rompe en tu relación con Dios.
Que tal si oramos juntos: “Padre, confieso que muchas veces he querido esconderme de ti. Hoy entiendo que lo que más necesito es tu presencia. Perdóname, restaura mi comunión contigo y no apartes tu Espíritu de mí, te necesito más que a nada. Amén.”

